POR QUé SE TE MUEREN LAS PLANTAS Y NO TIENES TIEMPO PARA HACER CALDO

No te da la vida. Con tanto curro no puedes perder tiempo en cocinar, ni en comprar, ni en charla ligera aguardando tu turno en la fila, ni en elegir uno de los muchos pescados o piezas de carne que ves en el mostrador. No te da la tarde, ninguna tarde, para pararte a pensar siquiera en leer algo para aprender a distinguirlos. Te regalaron en Navidades un set de pintura al óleo. Te encantó. No has tenido tiempo de desprecintarlo. Deploras haber tirado a la basura esa hora y media que pudiste rascarle ayer al día después de la cena. Tenías previsto dedicarla a ver una peli tumbado en el sofá. Te la pasaste viendo tráileres mientras leías en diagonal sinopsis y críticas en el móvil. Al final te entró sueño, desististe y te fuiste a la cama.

No tengo tiempo” es nuestro mantra. Eso exclama la chica del anuncio de una plataforma de reparto de precocinados a domicilio. “Vendemos tiempo” afirman las grandes superficies, al defender su apuesta por dedicar más estanterías a la comida preparada y menos a los ingredientes frescos.

Miremos el tiempo. En el último tercio del siglo XIX la jornada laboral media de un obrero rondaba las 60 horas semanales. En 1909, este promedio era de 51. En 1929 cayó a 44. Durante la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial hubo oscilaciones que se explican por las circunstancias especiales. Sin embargo, desde la posguerra de la Primera Guerra Mundial no ha habido ningún cambio significativo en la semana laboral en el mundo occidental. Hace más de un siglo que trabajamos, de media, 40 horas semanales, y gracias a los avances tecnológicos, la productividad de cada una de esas unidades de fuerza laboral, la cantidad de unidades producidas por cada una de esas horas de trabajo, ha crecido exponencialmente.

Hace 100 años que tenemos, sobre el papel, la misma cantidad de horas disponibles. Sin embargo, nunca como hoy habíamos tenido esta acuciante y asfixiante sensación de no tener tiempo.

El homo economicus que habita en tu interior sabe que hay un desequilibrio enorme entre el rendimiento que se le saca a tu tiempo en el trabajo y el que le sacas tú fuera, y pedalea desesperado entre bambalinas para dirigir todas tus decisiones a compensar esa injusticia. Su objetivo: consumir la mayor cantidad de bienes posible por segundo, atiborrar de intensidad cada minuto, generando la escasez de tiempo que percibes. Porque todas y cada una de las cosas que compras o que forman parte de tu vida lleva asociada la demanda de una cierta cantidad de tiempo.

Esta es la tesis de The Harried Leisure Class, un ensayo brillante escrito hace más de cincuenta años, en 1970, por Staffan Burenstam Linder, economista, presidente de la Stockholm School of Economics hasta 1995, miembro del parlamento sueco y profesor de las universidades de Columbia, Yale y Stanford.

Esta teoría es hoy más vigente que nunca. Aplica tanto a una casa, como a un jersey, como a un ficus. Comprarse un coche conlleva también conducirlo, encontrar aparcamiento, parar a repostar, pasar las revisiones y llevarlo al mecánico si se estropea. Comprar un jersey de buena lana implica dedicar tiempo a lavarlo por separado. Un televisor nuevo de tres mil pulgadas y altísima definición pide tiempo para ser disfrutado, y viene con un manual de instrucciones que nunca hay tiempo para leer. Una planta necesita ser regada, podada, abonada y trasplantada. No es lo mismo comprar un piano que tocarlo, ni ser atraído por el titular de una entrevista que dedicar quince minutos relajados a leerla con pausa. Esto lo sabe cualquiera que haya comprado un nuevo combinado de tónico facial y crema de noche y nunca haya seguido las indicaciones del fabricante, o quien tenga una pila de libros sin leer en la mesita de noche.

No es un accidente que se te pasase la hora y media volando, viendo tráileres: sale más a cuenta en términos de rendimiento del tiempo la ilusión de haber visto veinte películas que apostar por solo una. Da igual que de ellas hayas saboreado sólo veinte segundos. El homo economicus que hace cuentas en tu mente manda.

Es él quien despierta sobresaltado y con una rabia inexplicable en el pecho al darse cuenta de que se ha quedado dormido delante del televisor. Es él quien siente ese pequeño escalofrío de satisfacción al parar el microondas en el último segundo, antes de que pueda sonar el “¡cling!” del temporizador. Le ha ganado un segundo al sistema. Si tan sólo pudieras dormir más deprisa, acariciar más deprisa, jugar con tus hijos más deprisa, escuchar más deprisa...

“Vendemos tiempo”, dicen. Nadie vende tiempo, digo. Si el tiempo se pudiera comprar, los ricos serían inmortales. Venden el espejismo de que, consumiendo más, apelotonando unidades consumidas, este modo de vida va a tener un sentido que ahora mismo no tiene.

Para. Compra menos. Consume menos. Paladea más. Comparte, admira y goza más profundamente. Estofa, guisa, huele, observa. Las palomitas de microondas no son más rápidas de hacer ni más exquisitas que las de sartén. Te dejarán en la pila un cacharro para fregar, sí. Pero ¿a qué vas a dedicar esos diez segundos que ahorrarás no fregándolo?

Mira las golondrinas. Prepárate una olla de caldo y sírvete sopita cada noche. Come más sencillo. Este es el sentido último de la expresión latina que acompaña los relojes de sol antiguos: Horas non numero nisi serenas. Sólo las horas serenas cuentan.

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