EL MAQUILLAJE DE LOS 2000 DE LA REDACCIóN DE GLAMOUR QUE NO QUEREMOS QUE VUELVA (¿O Sí?)

Queridos (y odiados) 2000:

Durante años rehusé mirar las fotos analógicas (y las primeras hechas con móviles) de aquella década, porque sentía vergüenza ajena. Ahora, con el paso de los años, vuelvo a ellas con nostalgia y hasta ternura. Mucho se ha hablado de los 80, de las hombreras de quarterback o del pelo con permanente y tupé o flequillo liso con volumen. Pero quienes vivieron su adolescencia en los 2000 saben a ciencia cierta que aquello no tiene parangón. ¿Cómo superar una época en la que el gloss más pegajoso (Rhode no fue la primera en convertir el labial en un gadget para llevar en el móvil, sino Bourjois y sus mini gloss) convivía con las sombras de ojos nacaradas, la sobredosis de corrector de ojeras o las cejas-hilo finísimas? Todo, sin excepción, formó parte de los 2000.

Algunos gurús de las tendencias han osado vaticinar la vuelta de algunas de las tendencias dosmileras. En moda, los cinturones anchos sin función (no sujetan, solo adornan) se pueden comprar incluso en Zara. Y en lo que a belleza se refiere, hemos asistido a la vuelta del gloss, ahora brillo de labios, eso sí, reformulado para mejorar su textura y funcionalidad También han intentado el regreso de las cejas finas. Rihanna, Rosalía o Karol G se han atrevido a lucirlas, siempre a golpe de maquillaje y no de pinza de depilar -por fortuna y sentido común-.

En Glamour hemos recopilado nuestras experiencias con el maquillaje de los 2000 y hemos reunido a los grandes iconos estéticos dosmileros. Desde Gwen Stefani de No Doubt, pasando por Shirley Manson de Garbage o Jennifer Lopez en el videoclip Waiting for Tonight.

Lidia Maseres, commerce writer y editora de Moda

Los 2000 fueron una época ¿complicada? ¿divertida? para una adolescente amante del maximalismo del que apenas disfrutó en los 80 por nacer en mitad de la década, y por traspasar el minimalismo de los 90 sin pena ni gloria, pues ni lo amaba ni lo entendía. Todavía. El cambio de siglo, por tanto, lo abrazaba con ansia y con ganas, ¿qué podría ser peor que lo no vivido y no entendido? Lo que sin duda venía. En los 2000 usé las sombras de ojos sin discreción y con generosidad, y recuerdo tener una en color morado que me fascinaba; yo, que odio ese color. Llevaba muchas plataformas (tuve incluso unas Art), me teñí las cejas rojo fuego, teniendo el pelo negro, 20 años antes de que lo hiciera Rosalía y así estuve durante años en la foto del DNI; lo hacía yo misma en casa sin nocturnidad ni alevosía, ya que la norma no escrita en mi casa estaba clara: maquíllate y vístete como quieras, pero nada de tatuajes ni piercings en la cara, y seguí la norma a rajatabla. Los 2000 fueron muy eclécticos y productivos, y aunque seguramente hoy poco recuperaría de aquel armario de adolescente de pueblo, las mezclas improbables que fui capaz de hacer me provocan no vergüenza, sino orgullo. Qué valiente, amiga.

Agnès Teixidó, editora de Belleza

Para alguien que ahora mismo tiene solo tres colores en el armario (y dos de ellos son el blanco y el negro) es divertido pensar que en los 90 mi vida era un arcoíris. Mis iconos estilísticos eran Punky Brewster, Geri y Mel B de las Spice Girls y Gwen Stefani. La guinda del pastel fue descubrir una página web (en los albores de internet) de fotos de street style del barrio de Harajuku en Tokyo. Compraba medias de colores y cortando pies y entrepierna me hacía tops, llevaba pulseras de peluche rosas y me diseñaba joyas con cuentas de juguete. En resumen, a mi mejor amiga le daba vergüenza ir conmigo por la calle. A mi armario en tecnicolor había que añadir tres horrores beauty que eran mi seña de identidad:

- Una sombra de ojos color lavanda con brilli brilli comprada en Pimkie que me aplicaba con los dedos hasta a las cejas y que a los 30 segundos ya estaba acumulada en el pliegue de mi párpado.

- Brillo de labios en grandes cantidades (da igual las veces que se me pegara el pelo a la boca). El mío era rosa bebé con purpurina de Bourjois.

- Los space buns como forma de vida. Mi peinado de cada día eran los dos moñitos que veía constantemente a las japonesas, a Gwen Stefani y a Mel B. También recuerdo añadir algunas trencitas de colores de pelo sintético color coral.

María Mérida, editora jefe

En los 2000 y alrededores me sucedieron dos cosas importantes: la primera es Mia Farrow. Mi madre, que desde mi infancia ha delegado parte de mi educación en el cine "clásico", puso la película El Gran Gatsby (1974) una calurosa tarde de verano, o así la recuerdo, y desde entonces me obsesioné con esa actriz que parecía de cristal y que entraba en las habitaciones como pidiendo perdón. La segunda fue Gwen Stefani en el videoclip de Don't Speak. Ambas, Mia y Gwen, llevaban unas cejas finísimas que casi ni se veían, así que un día cogí las pinzas y ya no hubo vuelta atrás.

De entonces también recuerdo unos collares de bolas enormes que tenía en muchísimos colores, y las continuas visitas a la peluquería de Piedad, que ha peinado a las mujeres de mi familia desde hace ni se sabe. Un día le comenté que quería ser rubia platino y me hizo caso. Mi madre no dijo ni mu.

En fin, rubia platino y con las cejas muy finas, y mucha sombra irisada, y collares de bolas. Entre Mia y Gwen. Algo así.

Ana Serrano, editora de Actualidad y Celebrities

No me gusta hablar de errores estilísticos porque creo que, si llevé algo en un momento determinado, es porque me gustaba y me sentía cómoda con ello. Sin embargo, sí soy consciente de que muchas de mis elecciones estéticas podrían ser cuestionables hoy y, sin duda, en los 2000 me puse, hice y experimenté con cosas que quizá mi hijo vería hoy y diría con cara de susto “mamá, qué era ESO”.

Poniéndome en sus ojos inocentes (y en los más críticos de mi madre) creo que lo que para ellos el mayor error de estilo que cometí en los 2000 era un corte de pelo mullet que me acompañó durante unos cuantos años. Era, sin duda, lo que tenía que llevar aquella universitaria que quería molar muchísimo y no ser una más -o quería ser una más de otro grupo de gente, mejor dicho-. Iba casi cada mes a las peluquerías Juan Por Dios o a Le Salon D'Apodaca a repasar aquel mullet que incorporaba una nuca con el pelo más largo, flequillo ladeado y cantidad suficiente de pelo en la parte superior para poder crear una suerte de cresta siempre que fuera necesario. Creo que nunca he usado tanta cera y fijador porque, claro, esa cresta requería una elaboración.

No, hoy no creo que me volviera a cortar un mullet así... ¿o sí? No lo descarto, simplemente ahora no estoy en ese mood medio hillbilly, medio Aladdin Sane, 100% yo en aquel momento.

Blanca de Almandoz, traductora y editora de Moda

En los 2000, como ahora, me limitaba a admirar desde la lejanía todas esas tendencias con las que jamás me atrevería: el perfilado de labios marrón de las gemelas de Sweet Valley, los adornos en el pelo de Phoebe de Friends o el halo iridiscente que parecía desprender todo el maquillaje de Jennifer Lopez en el videoclip de Waiting for tonight o en Planes de boda. Quizá por eso valoro con especial cariño las escasas veces que sí me atreví a llevar una idea a la práctica.

No me arrepiento de ninguno de mis experimentos con el flequillo, ni de esa raya del ojo tan sutil como el trazo de un edding, ni del abuso del corrector iluminador Touche Éclat de YSL por encima de mis posibilidades (y conocimientos). Si acaso, de todas las horas que pasé luchando contra la naturaleza tratando de alisar mi pelo y de las colonias frutales de Yves Rocher. De eso sí.

Isabel Serra, editora de Moda

Lo que hoy veo como un error, en su día lo veía como la mejor -quizás única- elección posible. A mediados y finales de los 2000 veía ideal y estiloso el llevar un flequillo largo y recto que requería mi presencia en la peluquería cada quince días. Era un flequillo que me lavaba a diario -incluso dos veces al día y sin necesariamente lavarme el resto del pelo- y que arruinaba mis mañanas si decidía ponerse rebelde a primera hora. Era capaz de hacerme pronunciar frases como “mamá, no quiero ir al instituto”. Hoy veo cómo tapaba la mitad de mi cara y no entiendo cómo convivía con él día tras día, clase tras clase, biblioteca tras biblioteca. El flequillo era un error. Lo sigue siendo. Todas nos lo cortaremos alguna vez en la vida y todas nos arrepentiremos al instante. Así en 2004 como en 2024.

Ana Muñoz Moraga, directora de Arte

Jamás repetiría la depilación de cejas hasta el extremo, ni el cintillo que me ponía en el pelo nada más salir de la cama (por aquellas no sabía aún cómo gestionar mi pelo rizado, y eso ya llevábamos conviviendo años); tenía cintas y pañuelos para cualquier estilismo, mi accesorio principal. También recuerdo llevar unos cinturones sin función de cinturón que ahora me parece del todo absurdo. Sin dudar sí repetiría algunas superposiciones que me ponía, como el pantalón de campana con falda por debajo de la rodilla que a día de hoy dudo si retomar.

Arancha Gamo, editora de Moda y Belleza

La sensación de vergüenza y arrepentimiento al ver mis fotos de los 2000 compensa sólo por una cosa: las risas que llegan cuando las contemplo junto a mis amigas y juntas recordamos los esperpentos vividos. Aquella lata de maquillaje en crema que usábamos todas e iba pasando de bolso en bolso, y que nos quedaba tres tonos por encima de nuestro color natural. Ese pequeño tubito de purpurina que nos poníamos en los brazos porque creíamos que era elegantísimo. Y, en mi caso, han quedado tres traumas irreparables: el primero, que me impide vivir hoy con alegría la tendencia lip combo, es aquel perfilador marrón bien marcado combinado con brillo, creando un buen 'efecto frontera' que hacía que los labios parecieran más finos. Qué pensarían las centennials... El segundo es, como nos sucede a todas las millennials, la depilación de cejas extrema, hasta dejarlas en un hilo tan fino que apenas se advertía. Ver ahora las pobladas cejas de la generación 'Z' me hace querer llorar. Y el último, y como buena poseedora de una melena rizada, es el recuerdo de las cantidades industriales de espuma que utilizaba, dejando mis rizos marcados, sí, pero también crujientes y totalmente pegados a la raíz, sin un ápice de volumen. Ahora, mientras uso el difusor para elevar mi melena todo lo posible, siento escalofríos al recordarlo. Qué tiempos aquellos...

Vicky Vera, editora de Belleza

En los 2000 mis iconos de estilo eran Gwen Stefani, de No Doubt, y Shirley Manson, de Garbage, así que acabé como era de esperar: con unas cejas muy finas y el pelo rojo. Las cejas no las recuperé del todo pero la salud de mi cabello sí. Sin ningún miedo, solía decolorarme el pelo en casa o en casa de mis amigas y usaba tintes Manic Panic que comprábamos en una tienda punk. A nivel de maquillaje, el mini gloss de Bourjois colgando del móvil era imprescindible. A la hora de maquillar los ojos, no caí en las sombras pastel que usaban mis amigas pero sí que tenía una forma curiosa de usar el lápiz negro: me pintaba la linea de agua y a ras de pestañas, cerraba los ojos ¡y me los frotaba con el dedo! Así conseguía que se difuminase de una forma un poco loca, pero con un toque grunge que me encantaba.

María Morillas, editora de redes sociales

No, no abusé de las pinzas de depilar ni tampoco me pasé la adolescencia de peluquería en peluquería cambiando de look cada cuarto de hora. En ese sentido, por suerte, fui la resistencia. Sin embargo, sí que fui víctima de los maquillajes ‘cheeto’ y del corrector ‘fantasma de la ópera’. ¿En qué momento decidimos que estaba bien llevar la cara casi naranja pero la ojera (bien) blanca y (bien) empolvada? Si a esto le sumamos, además, su correspondiente buen eyeliner negro, un flequillo cortina que iba casi de oreja a oreja, un collar de bolas XL con aros a juego y los cuellos —del polo y de la camisa— para arriba, el lookazo estaba asegurado. Menos mal que apenas tengo fotos de aquella época…

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