VIAJE A UN CUADRO: ‘MAREJADA’, DE EDWARD HOPPER

Queremos el sol, el azul, el cielo deslumbrante, el velero. Queremos estar allí. ¿Queremos? Percibimos una nota inquietante en la escena que pinta Edward Hopper. Quizás sea el denso oleaje que avanza hacia el barco, quizás la mirada de los cuatro jóvenes sobre la boya, quizás la propia boya.

La mañana de verano es luminosa. Probablemente los tripulantes han preparado la salida al mar el día antes. Han zarpado con viento suave. La travesía no guarda misterios para ellos, porque navegan a menudo y conocen bien el litoral.

Les sorprende el oleaje. La campana de la boya rompe la claridad. A medida que el velero avanza, el sonido se extiende. Al pasar junto a ella, los marinos adolescentes contemplan el balanceo de aquel oxidado artefacto metálico. Lo observan en silencio, como un presagio inexplicable y distante. Se preguntan si el mar se calmará, si la tormenta se apagará lejos.

Hopper pintó esta obra en el verano de 1939, por lo que la crítica ha relacionado el título: Ground Swell, en castellano Marejada –oleaje amplio y profundo ocasionado por una tormenta lejana– con el inicio de la Segunda Guerra Mundial. Esta hipótesis es aventurada, ya que el pintor no hizo referencia a un suceso político en ningún otro caso, pero lo cierto es que no podemos saber lo que tenía en la cabeza cuando eligió el tema en su estudio de Cape Cod.

Por el contrario, sí que podemos detenernos ante la obra de Edward Hopper y escuchar lo que nos dice. En primer lugar, nos asalta el color. La gama de azules nos habla de verano. El tono es claro y brillante en el plano más cercano. El velero reafirma el blanco en su casco, en la vela, en los pantalones y el sombrero de los tripulantes. Tan solo la chica contrasta con pantalones azules y bikini y pañuelo rojo. El mar se oscurece y se encuentra con una línea nubosa en el horizonte. Los cirros, como la campana, anuncian lluvia.

A pesar de encontrase en un ambiente veraniego, los personajes adoptan la misma actitud que en los interiores del pintor. No interactúan. Se mantienen aislados y en silencio en su contemplación de la boya. Nosotros también la observamos, porque la mirada de los tripulantes nos dirige hacia ella. En su oscuridad, en su peso, condensa una gravedad escorada, como un campanario que anuncia la llegada del enemigo. Lanza una advertencia.

A Hopper le gustaba pasar el verano en la costa. Primero en Maine, donde pintó sus célebres faros y, cuando su carrera se consolidó, en los años 30, construyó una casa en Cape Cod, en Massachusetts. Sus estancias estivales en la costa fueron fértiles. Una de las primeras obras que le dieron notoriedad fue The Catboat, una embarcación muy similar a la que aparece en Marejada.

Sus escenas marítimas se sitúan en la tradición de la pintura de la Costa Este, con Winslow Homer como referencia. Este pintor costero representó episodios de pesca y de tormenta. En Breezing up, o Con la brisa, una obra muy afín a la que observamos, un marino navega con tres niños en un pequeño velero.

El salto de Hopper, tanto en el mar como en un café, en la habitación de un motel, en un cine o en una carretera, es encerrar a los personajes en sí mismos y rodearlos de un misterio indefinido. El tiempo se suspende, la perspectiva se tuerce, los colores se aplanan.

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En sus obras, la fuente de esa tensión, o de ese vacío, permanece fuera. Es abstracta. En Marejada la causa se hace explícita, pero se anuncia de forma sutil, a través de la boya, en un entorno incongruente. Los tripulantes permanecen replegados. Nos es imposible adivinar qué piensan, cuál es su reacción ante la amenaza que se cierne sobre el sol y la calma de una mañana de verano.

En esa incógnita, en esa barrera que nos impide penetrar, en la resistencia de la superficie del óleo a nuestra interpretación, reside el misterio de Hopper.

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