EL DOURO, UN COLLAGE DE LA VIDA CALMA

El tren

Mejor en tren. Si vienes a ver el Douro y Alto Douro, toma el tren desde Oporto, en São Bento. Un tren vetusto como la estación, una especie de vagón de metro soviético, bien restaurado. Siéntate al lado de la ventana y no toques la puerta, porque se abre. Deja que entre el aire, aunque haga frío. Apaga el móvil, cierra el libro. Y que el paisaje se vaya dibujando. Que la temperatura cambie tras los túneles, que baje según el tren sube y que vuelva a subir cuando el valle se despeje. Es lento, pero en Portugal no puedes tener prisa. No uses el tren para llegar, avanza con él, asomado a la ventana del lado derecho, que es donde aparecerá el río Douro cuando sea oportuno. Con él, vienen los olores –churrascos en los apeaderos, sardinas asadas, flores, unas obras–, las imágenes –rocas graníticas primero, que se erigen para perfilar el valle que bordeas y que luego se cubren de vegetación, de viñas y de bancales–. Es ahí, has llegado. No hace falta leer el letrero. Será Régua o quizá Pinhão. Si decidiste seguir, no pasa nada. Superas la presa, cruzas el puente de hierro y, como mucho, llegarás a Pocinho. Vale también. Busca una tasca y que te echen lo que tengan, que va a estar bien.

La tasta

A mí me toca una con vistas a un meandro. Es la época de la poda. Solo hay hombres, que comen en silencio. Beben el vino que cultivan. Abundantes y voluminosos, como su plato, como el paisaje. Admiro la compenetración entre el humano y la naturaleza, el abuso y la escultura mutua de sus cuerpos a lo largo de siglos. Escucho los tenedores, una televisión de fondo, un comentario sobre la cosecha, otro sobre el tiempo, alguien echa cuentas. La rusticidad no es romántica; es brusca y lógica. Se alimenta de detalles prácticos, que otros convertimos en bucólicos. Todo, menos yo, tiene aquí una función. Un avance milenario y milimétrico se acompasa en los eventos del día: llega otro tren, fin de la pausa para comer, sale el barco, cierra el bar. Camino. Camina un poco, descansa, escucha el silencio. El sol parece el director de todo.

La carretera

Tomo ahora un coche, porque a nadie le gusta tanto caminar como para caminar por aquí. Conducir o, mejor, que conduzcan por ti, es, sin embargo, adictivo. Baja de nuevo al río, crúzalo por el puente estrecho de acero. Deja atrás un pequeño puerto, unos baretos, un hotel. Sube, primero a la izquierda, luego a la derecha, adelanta el camión cisterna y acelera para seguir subiendo. Cada recodo abre un paisaje nuevo. El valle se ramifica, las viñas componen un artefacto de geometrías superpuestas que solo los siglos entienden.

Un pueblecito parece recrear la vida de hace cuarenta años. ¿Para qué cambiarla? Dominó, cartas y vino en una mesa de madera. Una señora hace de guardia de tráfico en esta curva. Mete primera, sigue subiendo, estás cerca de algo. Ves viñas, los olivos que delimitan las propiedades, los almendros que pintan canas sobre el manto verde de todos los verdes. El Douro está abajo. Aquí quizá sea un buen sitio para dormir.

Quinta da Côrte

Resulta que es el mejor. Parece que no hay nadie, pero alguien te ve en la entrada, te invita a pasar y a unas almendras saladas. De aquí mismo, claro. Sabe mejor que tú lo que necesitas. Es Quinta da Côrte, que traslada el pasado del Douro a una fase más allá. Es fiel a lo que fue el edificio en el siglo XIX. Es fiel al río, a su naturaleza vitivinícola. Es fiel a la condición orgánica que aquí rige todo. La gama de los colores, las texturas de los platos y las servilletas, la placa granítica del suelo, los estampados de la cama, los azulejos azules. Todo es como tiene que ser. Los espacios comunes son luminosos, diáfanos. Las habitaciones son islas cálidas que flotan sobre el valle. En todo hay algo íntimo de Portugal, pero todo es contemporáneo: las lámparas, los apliques metálicos, los interruptores cerámicos, los pasamanos de madera. La bruta exigencia del exterior se disuelve. ¿Cómo puede un lugar tener tanto respeto hacia sí mismo y tanta sensibilidad hacia el que lo visita? Pierre Yovanovitch, el arquitecto, me susurran. Pues sí, tiene sentido.

La bodega

Si quieres más, ven. Las bodegas están bajando la viña. Hace apenas diez años que esta quinta produce su propio vino, homónimo. Las 26 hectáreas tienen calificación A, que significa que es la mejor calidad de nueve niveles, y la que más vino de Oporto puede producir (va por cuotas, según la calidad de las viñas). Hace menos, unos seis años, que Yovanovitch se sacó de la manga un monumento al vino, al Douro y a sí mismo. Un homenaje a la arquitectura y a Portugal. Los salones, los pasillos hasta los depósitos. Mejor ir.

De nuevo, algo sacramental. Pienso que la naturaleza pidió al humano que construyera esto. Se lo puso en bandeja. Viendo las cepas arrugadas, exprimidas, los bancales construidos a mano, piedra a piedra, la poda realizada a caballo, la presa de las uvas con los pies… La compenetración es sobrecogedora. La arquitectura y el diseño como sublimación de la necesidad de refugio. El vino, como el mayor exponente de la sed: miles de años destinados a refinar lo que bebemos. Una expresión del suelo, de la tierra, de las uvas. La profunda comprensión y sostenibilidad del entorno, que no deja de perfeccionarse y profesionalizarse. Quizá sea eso lo que nos diferencia de los animales: no regatear esfuerzos para refinar y refinar las necesidades esenciales.

El diario

Vuelve la lluvia, que escucho desde la biblioteca. Por cierto, hace poco vino un tipo con una maleta pequeña, de ropa, y otra grande, llena de libros. Se los leyó todos en ocho días, se fue y los dejó aquí, ahí, en ese estante. Quizá haya leído Diario, de Miguel Torga: “No es descender de Sabrosa a Pinhão, detenerse en São Cristovão y abrir la boca de asombro. No es ir a São Leonardo de Galafruga o al Mirador de São Brãs, observar el caleidoscopio y quedar maravillado. Es comprender todo el significado de la tragedia, desde la tentación del escenario, a la condena de Prometeo, al clamor del coro”.

Torga es uno de tantos que se quedaron con la boca abierta. Eça de Queiroz, tan gran novelista como personaje, es otro con quien entender el Douro. Su Casa de Tormes está por aquí cerca, con los objetos de su etapa de bon vivant en París. Difícil entenderlo sin entender este otro personaje, que es este sistema agropastoril donde hombre y naturaleza no son nada por separado.

La viña

Está bien leer, sí, pero también está bien sentarse bajo el olivo y ver el río allá abajo, escuchar el viento, ver la viña. Los pájaros y los insectos no descansan en su orquesta anárquica. Las águilas y milanos son más discretos en su planeo escrutiñador. Las viñas, los bancales, delatan la silueta de las montañas, o quizá ya sea al revés después de miles de años de cultivo. El cielo se proyecta sobre ellas. Arriba, nubes grises y amenazantes evolucionan con rapidez hacia algún otro sitio. El verde de las parras estalla en cuanto el sol las alcanza. En esta tierra de “tres meses de invierno y nueve de infierno”, el sol no viene para alumbrar, sino para calentar, para maltratar a estas viñas artríticas y exigirles que den lo mejor de sí. Si se ha de ir el sol, será a la fuerza, empujado por las cascadas de lluvia, que se aproximan como cortinas translúcidas. Luego se alejan, el aire lo seca todo enseguida y el sol vuelve a morder. Es el Douro sin matices, con su mecanismo crudo.

La mesa

La mesa es corrida, paralela a un precioso fumeiro, cubierto de azulejos portugueses. Allí, el fuego aún es necesario por la noche y el humo se escurre por un saliente de acero pulido, que parece una escultura de Rui Chafes. Al otro lado de la ventana los mosquitos intentan acceder a la luz. La lámpara, un racimo de globos, es otra fantasía de Yovanovitch. El couvert es el de siempre aquí: aceitunas, pan de casa y aceite de oliva. Dos opciones, bacalao o cordero.

El bacalao, el vino blanco, luego el tinto, más pan, la patata deshecha en nata, un postre ligero y probamos el tawny y después el ruby. Aquí volvemos por la mañana, para seguir probando el paisaje: las mermeladas, el pan, el aceite y los zumos que salen de los árboles que vemos alrededor. Nos comemos poco a poco el Douro, lo criamos. Digo “nos” porque todo lo hacemos juntos, con los otros huéspedes. Siempre es agradable admirar algo con alguien. El entorno nos obliga a intercambiar nuestro asombro. Todo tan propio del Douro y a la vez tan único de esta Quinta divina.

El barco

La última comida es a bordo de un pequeño que nos llevará hasta el apeadero del tren. Navegamos el Douro escuchando solo las olitas crepitar bajo el casco. Todo es distinto desde el agua. El sol ya no tiene hoy contemplaciones. Estas primeras pecas del año serán un buen recuerdo. Nos cruzamos con algún navegante, en los tradicionales rabelos portugueses. Ya no hay duda de que el turismo se suma también a esta tradición local.

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Aún queda el tren de vuelta. Una mujer calceta, un hombre se ventila en la puerta abierta. Yo me encaramo a la ventana, ahora al lado izquierdo. Un final redondo. Lo siento, Eça de Queiroz y Torga, pero el verso que elijo para terminar viene de lejos, del ruso Brodski: “Detente, instante… no eres maravilloso, sino irrepetible”.

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